miércoles, 21 de noviembre de 2007
martes, 20 de noviembre de 2007
viernes, 26 de octubre de 2007
miércoles, 24 de octubre de 2007
BIOÉTICA
La Bioética.
El desarrollo científico y técnico ha aportado a la humanidad indudables beneficios, tales como la posibilidad de superar la miseria de vastos sectores de la población mundial, la de elevar los niveles de educación y salud. Sin embargo, genera también problemas morales inéditos relacionados con posibles daños irreversibles a la vida humana individual y/o de la especie. La bioética consiste, precisamente, en una reflexión ética aplicada a esos problemas relacionados con la manipulación técnica de la vida y del medio ambiente.
Varios de esos problemas dicen relación con dos etapas de la vida humana. En relación a la primera etapa, se generan interrogantes referentes al estatuto ontológico del embrión; vale decir, acerca de cuál sería el momento del desarrollo en que debe considerárselo como ser humano y, por consiguiente, como sujeto de derechos tales como el de protección de su vida y su integridad. En relación a la segunda etapa, surgen interrogantes referentes a cuál podría ser el concepto de “muerte digna”, tendiente a evitar tanto una cruel prolongación artificial de la vida humana como atentados contra la vida de enfermos cuya debilidad misma exige especial atención.
Los principios bioéticos y sus raíces en la tradición ética occidental:
A. Principio de autonomía
B. Principio de beneficencia
C. Principio de no-maleficencia
D. Principio de justicia
A. PRINCIPIO DE AUTONOMÍA
En la ética civil, la autonomía se entiende como el derecho que tiene toda persona a formular y desarrollar su proyecto personal de vida de acuerdo a sus propios ideales de perfección y felicidad, siempre que con ello no perjudique a otros.
En el ámbito de la ética médica, la autonomía se entiende como el derecho del paciente a decidir sobre su propio cuerpo y, en general, sobre sí mismo, disponiendo de información adecuada e independientemente de toda coacción. Se hace referencia a este derecho del paciente con el nombre de “consentimiento informado”.
B. PRINCIPIO DE BENEFICENCIA
Tiene sus raíces en la ética médica: sanar al paciente, lo que implica beneficiarlo.
En el ámbito de la ética civil, el principio de beneficencia se expresa en la noción de que debemos hacer el bien a los demás. Sin embargo, como resulta legítimo que cada uno tenga su propia concepción de lo que es la vida buena y la felicidad, no es fácil definir en qué consiste hacer el bien.
C. PRINCIPIO DE NO-MALEFICENCIA
Reconoce la misma raíz que el principio de beneficencia, con el que originalmente estaba integrado; pero se separa de éste y recibe una formulación independiente cuando se toma conciencia de que la obligación de no hacer daño a otros es más básica y exigente que la de hacerles el bien.
En la ética civil, el principio de no-maleficencia se traduce en el deber fundamental de no hacer daño a los demás, deber que nos es impuesto por la ley como condición indispensable de la vida en sociedad.
D. PRINCIPIO DE JUSTICIA
Proviene de la tradición filosófico-política dentro de la cual se lo ha concebido como la obligación de dar a cada uno lo que le corresponde, teniendo en cuenta la equidad; esto es, considerando los aportes de cada cual al bien común, pero cuidando especialmente que se satisfagan por lo menos las necesidades mínimas de los más postergados.
Los principios de no-maleficencia y de justicia pueden ser considerados como expresión del deber de no discriminación. El primero, ordena la no discriminación en el ámbito biológico, esto es, las personas no deben ser perjudicadas por el hecho de pertenecer a una raza, a un género, a un grupo etario. El segundo, persigue el mismo objetivo en el ámbito social. Los dos, entonces, pueden ser considerados como distintas expresiones del deber de no-maleficencia.
Jerarquía de los principios
Cuando intentamos aplicar estos principios para resolver problemas morales vemos que éstos representan, fundamentalmente, conflictos entre principios. Resolverlos implica la necesidad de elegir, no entre un bien y un mal, lo cual pudiera resultar fácil, sino entre dos bienes; vale decir, nos vemos obligados a otorgar prioridad a un principio en desmedro del otro.
El desarrollo científico y técnico ha aportado a la humanidad indudables beneficios, tales como la posibilidad de superar la miseria de vastos sectores de la población mundial, la de elevar los niveles de educación y salud. Sin embargo, genera también problemas morales inéditos relacionados con posibles daños irreversibles a la vida humana individual y/o de la especie. La bioética consiste, precisamente, en una reflexión ética aplicada a esos problemas relacionados con la manipulación técnica de la vida y del medio ambiente.
Varios de esos problemas dicen relación con dos etapas de la vida humana. En relación a la primera etapa, se generan interrogantes referentes al estatuto ontológico del embrión; vale decir, acerca de cuál sería el momento del desarrollo en que debe considerárselo como ser humano y, por consiguiente, como sujeto de derechos tales como el de protección de su vida y su integridad. En relación a la segunda etapa, surgen interrogantes referentes a cuál podría ser el concepto de “muerte digna”, tendiente a evitar tanto una cruel prolongación artificial de la vida humana como atentados contra la vida de enfermos cuya debilidad misma exige especial atención.
Los principios bioéticos y sus raíces en la tradición ética occidental:
A. Principio de autonomía
B. Principio de beneficencia
C. Principio de no-maleficencia
D. Principio de justicia
A. PRINCIPIO DE AUTONOMÍA
En la ética civil, la autonomía se entiende como el derecho que tiene toda persona a formular y desarrollar su proyecto personal de vida de acuerdo a sus propios ideales de perfección y felicidad, siempre que con ello no perjudique a otros.
En el ámbito de la ética médica, la autonomía se entiende como el derecho del paciente a decidir sobre su propio cuerpo y, en general, sobre sí mismo, disponiendo de información adecuada e independientemente de toda coacción. Se hace referencia a este derecho del paciente con el nombre de “consentimiento informado”.
B. PRINCIPIO DE BENEFICENCIA
Tiene sus raíces en la ética médica: sanar al paciente, lo que implica beneficiarlo.
En el ámbito de la ética civil, el principio de beneficencia se expresa en la noción de que debemos hacer el bien a los demás. Sin embargo, como resulta legítimo que cada uno tenga su propia concepción de lo que es la vida buena y la felicidad, no es fácil definir en qué consiste hacer el bien.
C. PRINCIPIO DE NO-MALEFICENCIA
Reconoce la misma raíz que el principio de beneficencia, con el que originalmente estaba integrado; pero se separa de éste y recibe una formulación independiente cuando se toma conciencia de que la obligación de no hacer daño a otros es más básica y exigente que la de hacerles el bien.
En la ética civil, el principio de no-maleficencia se traduce en el deber fundamental de no hacer daño a los demás, deber que nos es impuesto por la ley como condición indispensable de la vida en sociedad.
D. PRINCIPIO DE JUSTICIA
Proviene de la tradición filosófico-política dentro de la cual se lo ha concebido como la obligación de dar a cada uno lo que le corresponde, teniendo en cuenta la equidad; esto es, considerando los aportes de cada cual al bien común, pero cuidando especialmente que se satisfagan por lo menos las necesidades mínimas de los más postergados.
Los principios de no-maleficencia y de justicia pueden ser considerados como expresión del deber de no discriminación. El primero, ordena la no discriminación en el ámbito biológico, esto es, las personas no deben ser perjudicadas por el hecho de pertenecer a una raza, a un género, a un grupo etario. El segundo, persigue el mismo objetivo en el ámbito social. Los dos, entonces, pueden ser considerados como distintas expresiones del deber de no-maleficencia.
Jerarquía de los principios
Cuando intentamos aplicar estos principios para resolver problemas morales vemos que éstos representan, fundamentalmente, conflictos entre principios. Resolverlos implica la necesidad de elegir, no entre un bien y un mal, lo cual pudiera resultar fácil, sino entre dos bienes; vale decir, nos vemos obligados a otorgar prioridad a un principio en desmedro del otro.
martes, 9 de octubre de 2007
APUNTES DE FILOSOFIA
PROF. Mariela Cortes Robledo
4º MEDIO – 2º CICLO
Humberto Giannini. La experiencia moral (1992)
2. Nuestro tema específico es ahora el de la experiencia moral. Digamos por lo pronto que llamaremos “experiencia moral” a los significados de “bueno” y “malo” tal como se entienden en el espacio civil [...]
El sujeto sigue siendo, pues, el hombre en ese su modo habitual, sostenido de ser: nosotros mismos en nuestra re-iterada circulación por este “mundo de la vida”.
Hay un privilegio propio de ese espacio y que alcanza a la Ética, y sólo a ella, a tal punto de dejarla en virtud de ese don, por encima de cualquier otra disciplina sistemática, racionalmente organizada, en torno a un campo específico de intereses.
Vamos a suponer que estos rasgos generales de sistematicidad y de organicidad racionales propios de cualquier disciplina científica también los posee la Ética, disciplina cuyo interés específico consistiría en investigar “objetivamente” los principios [...] por los que una conducta luce cierta cualidad o, por el contrario, “denuncia” cierta deuda de ser determinada. En otras palabras: “lo bueno” y “lo malo” de las acciones por las que el ciudadano muestra su modo de habitar el mundo y de recoger su propio ser de él.
Supongamos por un momento la existencia de un saber objetivo acerca de la existencia humana. Esto equivaldría a afirmar que contamos con algunas pocas personas sabias y expertas en asuntos de vida, así como existen algunos pocos expertos en biología molecular u otros, en egiptología u otros [...] Pero esta hipótesis lleva a uno de los conflictos más crónicos e insolubles entre teoría y práctica, entre el ámbito de las razones especulativas y el de las convicciones operantes. Entre filosofía y vida.
Porque ocurre, en este punto, que el hombre común, que reverencia a veces hasta niveles desmedidos la autoridad de los sabios, de los expertos, apenas el conocimiento de éstos roza ciertos puntos neurálgicos de su propia realidad personal, entonces, dando un salto atrás, se pone en guardia contra “las razones”, por muy bien fundadas que sean, y contra “la observación rigurosa de los fenómenos” y no reconoce ventaja alguna al juicio científico respecto del valor de sus propias opiniones.
Una de las zonas “sensibles”, la más sensible, es la del saber moral, incluido ahí el político. Y preferimos seguir llamando a este saber “experiencia moral” a fin de presentarlo en una oposición visible al conocimiento distanciado de la Ética.
Es un hecho que en este territorio nadie estará dispuesto a renunciar a lo que su experiencia dictamine o a lo que “su vida le ha enseñado” como bueno o como malo, como justo o injusto, a despecho de cualquier “simple teoría”. Este es el reducto intransable de la experiencia [...]
Por el momento, plantearemos el conflicto de la siguiente manera: el campo propio de la Ética es la experiencia. Sin embargo, tal experiencia “no reside” en un sujeto que otro sujeto, el “sujeto científico”, pueda objetivar -“pues, entonces, no podríamos hablar de “experiencia”-. Reside, por el contrario, en una colectividad de sujetos morales; y estos sujetos no pueden perderse en el traspaso de la práctica a la teoría sin que se derrumbe ipso facto el sentido de la investigación. En otras palabras: no es posible que la Ética hable de cosas que de alguna manera pudieran pasar inadvertidas o ser inalcanzables para la experiencia común, como ocurre respecto de la generalidad de las otras ciencias; por el contrario, es a la Ética que le va su ser en que los hechos a los que apunta como sujeto de su investigación, sean hechos radicados en una realidad no determinados causal, directamente, por otros hechos externos. Le va su ser en que sean realmente “hechos subjetivos”.
Si miramos las cosas, ahora desde el otro lado de la contraposición: esa experiencia que aparecía tercamente irreductible al juicio distanciado de la ciencia, corresponde a un saber que no es simplemente uno más entre otros saberes posibles, sino ese saber preciso y único por el que el que [sic]el portador de la experiencia acredita su condición de sujeto inobjetable. De modo que, someter este saber a una decisión final del juicio docto, no representaría como en cualquier otro caso, un simple acto de humildad sino la renuncia a la condición de sujeto. Renuncia que tal experiencia intuye como degradante (mala) [...] En definitiva: como aquel individuo indiferenciado que soy; en mi calidad de empleado, de padre de familia, de ciudadano, soy también ese ser que no puede delegar en ningún otro ser humano ni divino aquel saber cualitativo que configura mi experiencia moral: aquel saber por el que constantemente estoy evaluando mis acciones y las del próximo.
Un saber que no puedo delegarlo. Sin embargo, se trata de un saber ganado en actos transitivos al interior de mi mundo. Y esto es lo que llamamos “experiencia moral”.
Humberto Giannini. La experiencia moral (Universitaria, Santiago de Chile, 1992).
P. F. Strawson. Libertad y Resentimiento (1962).
Consideremos, entonces, ocasiones de resentimiento: situaciones en las que una persona es ofendida o herida por la acción de otra y en las que, en ausencia de consideraciones especiales, puede esperarse de forma natural o normal que la persona ofendida sienta resentimiento. A continuación, consideremos qué géneros de consideraciones especiales cabría esperar bien que modificaran o aplacaran este sentimiento bien que lo eliminaran. No hace falta decir cuán diversas son estas consideraciones. Pero, para lo que persigo, creo que a grandes rasgos se las puede dividir en dos clases. Al primer grupo pertenecen todas aquellas que podrían dar lugar al empleo de expresiones como “No pretendía”, “No se había dado cuenta”, “No sabía”; y asimismo todas aquellas que podrían dar lugar al uso de la frase “No pudo evitarlo”, cuando éste se ve respaldado por frases como “Fue empujado”, “Tenía que hacerlo”, “Era la única forma”, “No le dejaron alternativa”, etc. Obviamente, estas diversas disculpas y los tipos de situaciones en que resultarían apropiadas difieren entre sí de formas chocantes e importantes. Pero para mi presente propósito tienen en común algo todavía mas importante. Ninguna de ellas invita a que suspendamos nuestras actitudes reactivas hacia el agente, ni en el momento de su acción, ni en general. No invitan en absoluto a considerar al agente alguien respecto del cual resultan inapropiadas estas actitudes. Invitan a considerar la ofensa como algo ante lo cual una de estas actitudes en particular resultaría inapropiada. No invitan a que veamos al agente más que como agente plenamente responsable. Invitan a que veamos la ofensa como cosa de la cual él no era plenamente, o ni siquiera en absoluto, responsable. No sugieren que el agente sea en forma alguna un objeto inapropiado de esa clase de demanda de buena voluntad o respeto que se refleja en nuestras actitudes reactivas. En lugar de ello, sugieren que el hecho de la ofensa no era incompatible en este caso con la satisfacción de la demanda; que el hecho de la ofensa era de todo punto consistente con que la actitud e intenciones fuesen precisamente las que habían de ser. Simplemente, el agente ignoraba el daño que estaba causando, o había perdido el equilibrio por haber sido empujado o, contra su voluntad, tenía que causar la ofensa por razones de fuerza mayor. El ofrecimiento por el agente de excusas semejantes y su aceptación por el afectado es algo que en modo alguno se opone a, o que queda fuera del contexto de las relaciones interpersonales ordinarias o de las manifestaciones de las actitudes reactivas habituales. Puesto que las cosas a veces se tuercen y las situaciones se complican, es un elemento esencial e integral de las transacciones que son la vida misma de estas relaciones.
El segundo grupo de consideraciones es muy diferente. Las dividiré en dos subgrupos de los que el primero es bastante menos importante que el segundo. En relación con el primer subgrupo podemos pensar en enunciados como “No era él mismo”, “Últimamente se ha encontrado bajo una gran presión”, “Actuaba bajo sugestión posthipnótica”. En relación con el segundo, podemos pensar en “Sólo es un niño”, “Es un esquizofrénico sin solución”, “Su mente ha sido sistemáticamente pervertida”, “Eso es un comportamiento puramente compulsivo de su parte”. Tales excusas, a diferencia de las del primer grupo general, invitan a suspender nuestras actitudes reactivas habituales hacia el agente, bien en el momento de su acción, bien siempre. Invitan a ver al agente mismo a una luz diferente de aquella a la que normalmente veríamos a quien ha actuado como él lo ha hecho. No me detendré en el primer subgrupo de casos. Aunque quizá susciten, a corto plazo, preguntas análogas a las que origine, a la larga, el segundo subgrupo, podemos dejarlas a un lado limitándonos tan sólo a la sugerente frase: “No era él mismo”-, y haciéndolo con la seriedad que, pese a su comicidad lógica, merece. No sentiremos resentimiento hacia la persona que es por la acción hecha por la persona que no es; o en todo caso sentiremos menos. Usualmente habremos de tratar con esa persona en circunstancias de tensión normal; por ello, cuando se comporta como lo hace en circunstancias de tensión anormal, no sentiremos lo mismo que habríamos sentido si hubiera actuado así en circunstancias de tensión normal.
El segundo y más importante subgrupo de casos permite que las circunstancias sean normales, pero nos presenta a un agente psicológicamente anormal o moralmente inmaduro. El agente era él mismo, pero se halla deformado o trastornado, era un neurótico o simplemente un niño. Cuando vemos a alguien a una luz así, todas nuestras actitudes reactivas tienden a modificarse profundamente.
Aquí he de moverme con dicotomías toscas e ignorar las siempre interesantes e iluminadoras variedades de cada caso. Lo que deseo comparar es la actitud (o gama de actitudes) de involucrarse en, o participar de, una relación humana, de una parte, con lo que podría denominarse la actitud (o gama) objetiva de actitudes hacia un ser humano diferente, de otra. Incluso en una misma situación, he de añadir, ninguna de ellas excluye las restantes; pero son, en un sentido profundo, opuestas entre sí.
La adopción de la actitud objetiva hacia otro ser humano consiste en verle, quizás, como un objeto de táctica social, como sujeto de lo que, en un sentido muy amplio, cabría llamar tratamiento; como algo que ciertamente hay que tener en cuenta, quizás tomando medidas preventivas; como alguien a quien haya quizá que evitar. Si bien esta perífrasis no es característica de los casos de actitud objetiva, la actitud objetiva puede hallarse emocionalmente matizada de múltiples formas, pero no de todas: puede incluir repulsión o miedo, piedad o incluso amor, aunque no todas las clases de amor. Sin embargo, no puede incluir la gama de actitudes y sentimientos reactivos que son propias del compromiso y la participación en relaciones humanas interpersonales con otros: no puede incluir el resentimiento, la gratitud, el perdón, la ira o el género de amor que dos adultos sienten a veces el uno por el otro. Si la actitud de usted hacia alguien es totalmente objetiva entonces, aunque pueda pugnar con él, no se tratará de una riña, y aunque le hable e incluso sean partes opuestas en una negociación, no razonará con él. A lo sumo, fingirá que está riñendo o razonando. Por lo tanto, ver a alguien como un ser deformado o trastornado o compulsivo en su comportamiento, o como peculiarmente desgraciado en las circunstancias en que se formó, es tender en alguna medida a situarle al margen de las actitudes reactivas de participación normal por parte de quien así le ve y, al menos en el mundo civilizado, a promover actitudes objetivas. Pero hay algo curioso que añadir a lo dicho. La actitud objetiva no es sólo algo en lo que naturalmente tendamos a caer en casos así, en donde las actitudes participativas se encuentran parcial o totalmente inhibidas por anormalidades o por falta de madurez. Es algo de lo que se dispone también como recurso en otros casos. Miramos con un ojo objetivo el comportamiento compulsivo del neurótico o la aburrida conducta de un niño pequeño, pensando en él como si fuese un tratamiento o un entrenamiento. Pero a veces podemos ver la conducta del sujeto normal y maduro con algo que difiere muy poco de ese mismo ojo. Tenemos este recurso y a veces lo empleamos: como refugio ante, digamos, las tensiones del compromiso, como ayuda táctica o simplemente por curiosidad intelectual. Siendo humanos, en una situación normal no podemos adoptar tal actitud por mucho tiempo o del todo. Si las tensiones del compromiso, por ejemplo, continúan siendo demasiado grandes, entonces hemos de hacer algo más: suspender la relación, por ejemplo. Pero lo que es interesante por encima de todo es la tensión que existe en nosotros entre la actitud participativa y la actitud objetiva. Se siente tentado uno a decir que entre nuestra humanidad y nuestra inteligencia. Pero decir esto sería desvirtuar ambas nociones.
Lo que he denominado actitudes reactivas de participación son esencialmente reacciones humanas naturales ante la buena o la mala voluntad o ante la indiferencia de los demás, conforme se ponen de manifiesto en sus actitudes y reacciones. La pregunta que hemos de hacernos es: ¿Qué efecto tendría, o habría de tener, sobre estas actitudes reactivas la aceptación de la verdad de una tesis general del determinismo? Más específicamente, ¿conduciría, o tendría que conducir, la aceptación de la verdad de la tesis al debilitamiento o al rechazo de tales actitudes? ¿Significaría, o tendría que significar, el fin de la gratitud, el resentimiento y el perdón, de todos los amores adultos recíprocos, de todos los antagonismos esencialmente personales?
P. F. Strawson, Libertad y Resentimiento (traducción de J.J. Acero, Paidós, Barcelona, 1995).
Platón. Gorgias o de la retórica (siglo IV AC).
SÓCRATES: Pues bien: si un hombre, sea un tirano, sea un orador, hace que muera alguien, que se le arroje de una ciudad o se le confisquen los bienes, en la creencia de que ellos es para él ventajoso, aunque sea lo contrario, ese hombre hace sin duda lo que le parece bien, ¿no es eso?
POLO: Sí.
SÓCRATES: ¿Y también lo que quiere si ello es perjudicial? ¿Por qué no respondes?
POLO: Me parece que no hace lo que quiere.
SÓCRATES: ¿Puede, pues, afirmarse de alguna manera que tal hombre goza de gran poder en la ciudad, si gozar de gran poder es un bien, de acuerdo con lo convenido?
POLO: No puede afirmarse en modo alguno.
SÓCRATES: Yo tenía, pues, razón cuando decía que es posible que un hombre que hace en una ciudad todo lo que le parece bien, no tenga un gran poder ni haga lo que quiere.
POLO: Hablas como si tú, Sócrates, fueras capaz de no aceptar la facultad de hacer en la ciudad lo que te pareciera bien, en lugar de otra cosa, y de no envidiar a quien ves condenando a muerte, desposeyendo de bienes o haciendo apresar a quien le place.
SÓCRATES: ¿Justamente o injustamente? ¿Cómo dices?
POLO: Obre como obre, ¿no es en ambos casos digno de envidia?
SÓCRATES: Cuidado con lo que dices, Polo.
POLO: ¿Por qué?
SÓCRATES: Ni debemos envidiar a aquellos cuya suerte no es envidiable, ni a los desgraciados, sino compadecerlos.
POLO: ¡Cómo! Pero ¿es que se encuentran en esas circunstancias los hombres a quienes me refiero?
SÓCRATES: ¿Pues cómo no?
POLO: Todo el que consigue la muerte de quien le place, haciéndolo justamente, ¿te parece desgraciado y digno de compasión?
SÓCRATES: No me parece eso, pero tampoco digno de envidia.
POLO: ¿No decías ahora mismo que es un desgraciado?
SÓCRATES: El que logra la muerte de alguien injustamente, amigo mío, yo lo encuentro además digno de compasión; en cuanto al que hace eso mismo justamente; no le envidio.
POLO: El que sufre una muerte injusta sí que es digno de lástima y desgraciado.
SÓCRATES: Menos que el causante de esa muerte, amigo Polo, y menos que el que sufre una muerte justa.
POLO: ¿Cómo, pues, Sócrates?
SÓCRATES: Porque cometer una injusticia es el mayor de todos los males.
POLO: ¿Es el mayor de todos los males? ¿No es un mal más grande ser víctima de una injusticia?
SÓCRATES: De ningún modo.
POLO: ¿Preferirías tú sufrir una injusticia a cometerla?
SÓCRATES: No deseo lo uno ni lo otro; pero si fuese forzoso cometerla o sufrirla, yo preferiría sufrirla a cometerla.
POLO: Entonces, ¿no aceptarías tú el ejercicio de la tiranía?
SÓCRATES: No, si das a esa palabra el mismo sentido que yo.
Platón. Gorgias o de la retórica (Andrés Bello, Santiago de Chile, 1982).
Aristóteles. Ética a Nicómaco (siglo IV AC).
El fin del hombre es la felicidad
Volvamos ahora a nuestra primera afirmación; y puesto que todo conocimiento y toda resolución de nuestro espíritu tienen necesariamente en cuenta un bien de cierta especie, expliquemos cuál es el bien que en nuestra opinión es objeto de la política, y por consiguiente el bien supremo que podemos conseguir en todos los actos de nuestra vida. La palabra que la designa es aceptada por todo el mundo, el vulgo, como las personas ilustradas llaman a este bien supremo felicidad, y, según esta opinión común, vivir bien, obrar bien es sinónimo de ser dichoso. Pero en lo que se dividen las opiniones es sobre la naturaleza y la esencia de la felicidad, y en ese punto el vulgo está muy lejos de estar de acuerdo con los sabios. Unos los colocan en las cosas visibles y que resaltan a los ojos, como el placer, la riqueza, los honores; mientras que otros la colocan en otra parte. Añadid a esto que la opinión de un mismo individuo varía muchas veces sobre este punto; enfermo, cree que es la salud; si es pobre, la riqueza; o bien cuando uno tiene conciencia de su ignorancia, se limita a admirar a los que hablan de la felicidad en términos pomposos, y se trazan de ella una imagen superior a la que aquel se había formado. A veces se ha creído, que por encima de todos estos bienes particulares existe otro bien en sí, que es la causa única de que todas estas cosas secundarias sean igualmente bienes.
Libro I. Capítulo 4. Teoría del Bien y la Felicidad.
La felicidad humana en la vida intelectual
Nos queda hablar de la felicidad [...] pues la suponemos como fin de las acciones humanas. Ella hay que suponerla en una cierta actividad [...] La vida feliz parece ser la vida conforme a la virtud; pero esta es una vida de serio esfuerzo y no de diversión. Y llamamos mejores a las cosas serias que a las alegres y divertidas, y más seria la actividad, sea del hombre o sea de la parte que es siempre mejor en él, ahora bien, lo que proviene de lo mejor ya es superior y más apto para producir felicidad.
(Libro X, 6, 1176-7).
Y si la felicidad es actividad conforme a virtud, es racional que sea conforme a la verdad más excelente [...] Ahora bien, si la actividad del intelecto parece sobresalir por seriedad, siendo contemplativa, y no tender hacia ningún fin exterior a sí misma, y tener placer suyo propio que aumenta su actividad, y bastarse a sí misma, y ser estudiosa, infatigable por todo lo que es dado al hombre (y todo lo que se atribuye al bienaventurado parece encontrarse en esta actividad); entonces la perfecta actividad del hombre será ésta, cuando logre la perfecta duración de la vida [...] Pero semejante vida será superior a la humana, pues el hombre no la vivirá como hombre, sino en tanto algo divino se halla presente en él […]
Ahora no es necesario, como algunos predican, que el hombre por ser tal, conciba solamente cosas humanas, y, como mortal, únicamente cosas mortales, sino que en la medida de lo posible se haga inmortal, y haga todo lo posible para lograr de acuerdo a lo que hay de más excelente en él: pues si como masa es una cosa pequeña, por potencia y dignidad supera en mucho a todos. Y antes bien, puede parecer que cada uno consista en esta parte, si ella es dominadora y más sobresaliente en él [...] En efecto, lo que a cada uno le es propio por naturaleza, es también para cada uno, la mejor y más dulce cosa. Luego para el hombre es tal la vida conforme al intelecto, pues éste es sobre todo, lo que constituye al hombre. Por eso, esta es la vida más feliz.
Libro X. Capítulo 7.
El bien y la virtud
Si es así [...] y cada cosa es conducida a la perfección siguiendo la virtud que le es propia [...] parece que el bien propio del hombre es la actividad espiritual de acuerdo a la virtud; y si las virtudes son más de una , de acuerdo a la óptima y más perfecta [...] A los amantes del bien les placen las cosas que por naturaleza son placenteras. Y tales son las acciones conforme a la virtud [...] Por lo tanto, su vida no necesita del placer como de un adorno, sino que tiene el placer en sí misma.
(Libro I, 8, 1098).
Pertenecerá, entonces, el bien buscado al hombre feliz, y él será tal durante toda su vida, porque siempre o sobre todo obrará y pensará de modo conforme a la virtud, y soportará muy bien las vicisitudes de la fortuna, y en todo y por todo como conviene [...] no por insensibilidad, sino por generosidad y grandeza de ánimo. Y si las acciones son las señoras de la vida, como decimos ninguno de los felices puede convertirse en miserable, porque nunca cometerá acciones odiosas y viles.
Libro I. Capítulo 11.
Aristóteles. Ética a Nicómaco (El Ateneo, Buenos Aires, 1957).
Platón. Critón o del deber, 43 d / 45 b (siglo IV AC).
CRITÓN. Pues bien no temas eso: no es mucho el dinero que algunos apetecen para disponer sacarte de aquí y salvarte. En segundo lugar, ¿no ves que es gente barata sicofantas y que en modo alguno se necesitaría mucha cantidad para cerrar sus bocas? A tu disposición tienes mi capital, que, según creo, bastará; ahora bien: si por algún miramiento hacia mí no crees oportuno que sea empleado, dispuestos están a gastar esos extranjeros que tenemos entre nosotros. Hay uno entre ellos, el tebano Simias, que incluso ha traído una suma de dinero suficiente para ese fin; resuelto está también Cebes y otros muchísimos. Por consiguiente, no temas eso, como antes te decía, y no desistas de salvarte; por otra parte, no veas aquella embarazosa situación de que hablaste ante el tribunal; que, saliendo de Atenas, no sabrías como vivir.
Piensa que te estimarán en muchos lugares adonde vayas, y, concretamente, si quieres ir a Tesalia, tengo allí muchos “huéspedes” que te tendrán en alta estima y te proporcionarán una estancia al abrigo de todo riesgo, de modo que ninguno de los habitantes de Tesalia, te hará daño. Por otra parte, Sócrates, ni siquiera me parece justo lo que estás llevando a cabo: entregar tu propia vida, cuando puedes salvarla. Y precisamente lo que tus enemigos pueden buscar diligentes y buscaron de hecho, -con la intención de perderte-, eso procuras afanosamente que te ocurra. Además de eso, yo creo que también estás traicionando a tus propios hijos, a los cuales abandonarás con tu marcha, cuando está a tu alcance el llevar hasta su término su educación y crianza, y, privados de tu ayuda, vivirán como buenamente puedan, y, como es natural, les tocará en suerte el género de vida que suelen tener los huérfanos. O no se debe tener hijos o, si se tienen, hay que sufrir con ellos todas las cargas de su crianza y educación. Más tú, a mi juicio, eliges el partido más fácil, cuando el que se debe seguir, máxime si se trata de un hombre que anda diciendo que a través de toda su vida se ha guiado por la virtud, es el que abrazaría un hombre de bien[...]
[...] Procura, por tanto, evitar, amigo Sócrates, junto con la muerte, la vergüenza que todo eso acarrearía a ti y a nosotros. Decide, pues... Pero más bien puede decirse que no es ya tiempo de decidir, sino de tener tomada la decisión. Y la resolución que tomes no admite ya rectificación, pues en próxima ha de estar hecho todo eso. Y si nos retrasamos algo, ya no será posible llevarlo a cabo. Es, pues, Sócrates; hazme caso sin reservas y no obres de otro modo que como te he dicho.
SÓCRATES.Estimable celo el tuyo, Critón, de contar con la compañía de cierta rectitud razonadora. En caso contrario, cuanto mayor, tanto más impertinente. Lo que hemos de hacer, pues, es reflexionar si debemos llevar a cabo lo que dices o no; porque yo, no solo ahora, sino siempre, he sido un hombre dispuesto a obedecer, entre todo lo que se me alcanza, a la razón que en mis meditaciones se me muestra la mejor [...]
[...] Pues bien: ¿cómo resolveremos la cuestión del modo más conveniente? Creo que, en primer lugar, debemos volver a examinar la sugerencia que haces acerca de las opiniones. ¿Ha estado siempre bien dicho que debemos tomar en consideración ciertas opiniones y otras no, o no lo ha estado? ¿Tal vez estaba bien dicho antes que yo me viese en trance de muerte, y ahora, contrariamente, se ha visto del todo claro que eran vanas palabras hablar por hablar, especie de infantil pasatiempo y frívola cháchara? De corazón deseo, Critón, examinar juntamente contigo si esas palabras debo verlas de otro modo, por encontrarme en esta situación, o del mismo, y si habremos de mandarlas a paseo o prestarles obediencia. Sobre poco más o menos, los que se tienen por personas de palabra sensata solían decir lo que yo manifestaba ahora: que de las opiniones que tienen los hombres, unas deben ser muy estimadas y otras nada. Por los dioses, Critón: ¿no te parece bien dicho esto? Tú, al menos, según lo que puede humanamente conjeturarse, estás lejos de tener que morir mañana, y, siendo así, no debe inducirte a error la coyuntura presente; dime pues: ¿no te parece que es con toda razón como se dice que no debemos estimar las opiniones todas de los hombres, sino unas sí y otras no; ni las de todos, sino las de unos sí y las de otros no? ¿Qué dices? ¿No está bien dicho esto?
Platón. Critón o del deber (El Ateneo, Buenos Aires, 1957).
Immanuel Kant. “¿Qué es ilustración?” (1784).
La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración.
La pereza y la cobardía son las causas de que una gran parte de los hombres permanezca, gustosamente, en minoría de edad a lo largo de la vida, a pesar de que hace ya tiempo la naturaleza los liberó de dirección ajena [...]; y por eso es tan fácil para otros el erigirse en sus tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etc., entonces no necesito esforzarme.
Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar; otros asumirán por mí tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan bondadosamente han tomado sobre sí la tarea de supervisión se encargan ya de que el paso hacia la mayoría de edad, además de ser difícil, sea considerado peligroso por la gran mayoría de los hombres (y entre ellos todo el bello sexo). Después de haber entontecido a sus animales domésticos, y procurar cuidadosamente que estas pacíficas criaturas no puedan atreverse a dar un paso sin las andaderas en que han sido encerrados, les muestran el peligro que les amenaza si intentan caminar solos. Lo cierto es que este peligro no es tan grande, pues ellos aprenderían a caminar solos después de unas cuantas caídas; sin embargo, un ejemplo de tal naturaleza les asusta y, por lo general, les hace desistir de todo posterior intento.
Por tanto, es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad, casi convertida ya en naturaleza suya. Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz de valerse de su propio entendimiento, porque nunca se le ha dejado hacer dicho ensayo. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional -o más bien abuso- de sus dotes naturales, son los grilletes de una permanente minoría de edad. Quien se desprendiera de ellos apenas daría un salto inseguro para salvar la más pequeña zanja, porque no está habituado a tales movimientos libres. Por eso, pocos son los que, por esfuerzo del propio espíritu, han conseguido salir de esa minoría de edad, y
proseguir, sin embargo, con paso seguro.
Immanuel Kant. “¿Qué es ilustración?”. En J.B. Erhard y otros. ¿Qué es ilustración?
(edición y traducción de Agapito
Maestre, Tecnos, Madrid, 1988).
Jean Paul Sartre. El Existencialismo es un Humanismo (1946).
Así el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia. Y cuando decimos que el hombre es responsable de si mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres. Hay dos sentidos de la palabra subjetivismo y nuestros adversarios juegan con los sentidos. Subjetivismo, por una parte, quiere decir elección del sujeto individual por si mismo, y por otra, imposibilidad del hombre de sobrepasar la subjetividad humana. El segundo sentido es el sentido profundo del existencialismo. Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres. En efecto no ya ninguno de nuestros actos que al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser.
Elegir ser esto o aquello, es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos. Si, por otra parte, la existencia precede a la esencia y nosotros quisiéramos existir al mismo tiempo que modelamos nuestra imagen, esta imagen es valedera para todos y para nuestra época entera. Así, nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer, porque compromete a la humanidad entera […] No es únicamente porque estos seres son flojos, débiles, cobardes o malos porque si, como Zola, declaráramos que son así por herencia, por la acción del determinismo orgánico o psicológico, la gente se sentiría segura y diría: bueno, somos así, y nadie puede hacer nada, pero el existencialista, cuando describe a un cobarde es responsable de su cobardía. No lo es porque tenga un corazón, un pulmón o un cerebro cobarde; no lo es debido a una organización fisiológica, sino que lo es porque se ha construido como hombre cobarde por sus actos. No hay temperamento cobarde; hay temperamentos nerviosos, hay sangre floja, como dicen, o temperamentos ricos; pero el hombre que tiene una sangre floja no por eso es cobarde, porque lo que hace la cobardía es el acto de renunciar o de ceder; un temperamento no es un acto; el cobarde está definido a partir del acto que realiza. Lo que la gente siente oscuramente y le causa horror es que el cobarde que nosotros presentamos es culpable de ser cobarde. Lo que la gente quiere es que nazca cobarde o héroe. Uno de los reproches que se hace a menudo a Caminos de la libertad se formula así: pero en fin, de esta gente que es tan floja, ¿cómo hará usted héroes? Esta objeción hace más bien reír, porque supone que uno nace héroe. Y en el fondo es esto lo que la gente quiere pensar: si se nace cobarde se está perfectamente tranquilo, no hay nada que hacer, se será cobarde toda la vida, hágase lo que se haga; si se nace héroe, también se estará perfectamente tranquilo, se será héroe toda la vida, se beberá como héroe, se comerá como héroe. Lo que dice el existencialismo es que el cobarde se hace cobarde, el héroe se hace héroe; hay siempre para el cobarde una posibilidad de no ser más cobarde y para el héroe la de dejar de ser héroe. Lo que importa es el compromiso total.
Jean Paul Sartre. El existencialismo es un humanismo (Sur, Buenos Aires, 1975).
Séneca. Cartas a Lucilio (siglo I DC).
894. ¿Quién nos impide que digamos que la vida bienaventurada es el alma libre, derecha, intrépida y constante, situada fuera del alcance del miedo y de la codicia, cuyo bien único es la honestidad, cuyo mal único es la torpeza, para quien la vil muchedumbre de las otras cosas no puede quitar ni añadir nada a su bienaventuranza y que va y viene y se mueve en todos sentidos sin aumento ni mengua del soberano bien? Menester es que a la fuerza, quiera o no quiera, un hombre tan sólidamente cimentado, vaya acompañado de un júbilo continuo y una profunda alegría que mana de lo más entrañable de su ser, puesto que se complace en sus cosas y ninguna desea mayor que las acostumbradas. ¿Y por qué todo esto no le ha de compensar de los movimientos pequeños y frívolos y no perseverantes de su cuerpo? El día en que estuviere sujeto al placer, estará también sujeto al dolor. ¿No ves, por otra parte, bajo qué mala y perniciosa servidumbre ha de servir aquel a quien poseerán en dominio alterno los placeres y los dolores que son los más caprichosos e insolentes de los dueños? Hay, pues, que salir hacia la libertad. Y ésta ninguna otra cosa nos la proporciona sino el negligente desdén de la fortuna. Entonces brotará aquel bien inestimable, a saber, la tranquilidad del alma puesta en seguro, y la elevación y un gozo grande e inconmovible que resultará de la expulsión de toda suerte de terrores y del conocimiento de la verdad; y la afabilidad y expansión del espíritu; y en estas cosas se deleitará no como en cosas buenas, sino como en cosas emanadas de su propio bien.
895 V. Puesto que comencé a tratar este asunto con prolijidad, puedo añadir aún que el hombre feliz es aquel que, gracias a la razón, nada teme ni desea nada. Y por más que las piedras y los cuadrúpedos carezcan de temor y de tristeza, nadie dirá por eso que sean felices, porque no tienen conciencia de la felicidad.
924. Con esta compañía hay que vivir la vida. No puedes esquivar estas cosas, pero puedes despreciarlas; y las despreciarás si en ellas piensas a menudo y te anticipares a su llegada. No hay nadie que no se acerque animosamente a un mal para el cual se aparejó largo tiempo y hasta a las cosas más duras resiste si las premeditó; y al revés, al hombre desprevenido hasta las más livianas le espantan; y como novedad agrava todas las cosas, esta preocupación asidua hará que ningún infortunio te encuentre bisoño. “Los esclavos me han abandonado”. Sí: pero a otros les robaron, a otros les calumniaron, a otros les asesinaron, a otros les traicionaron, a otros les pisotearon, a otros les atacaron con veneno o con criminales persecuciones; todo lo que dijeres les acaeció a muchos, y aun en lo venidero les acaecerá. Muchos y variados son los tiros que se nos asestan; algunos ya se hincaron en nuestras carnes; zumban los otros y están a pique de llegar. No nos maravillemos de ninguna de aquellas cosas para las que nacimos y de las que nadie tiene derecho a quejarse porque para todos son iguales; iguales, dije, para todos, pues aun aquello de que alguno se escapa, puede alcanzarte.
Ley justa es no ciertamente aquella que se aplica a todos, sino la que se dio para todos. Impongamos la serenidad a nuestro espíritu y paguemos sin queja el tributo de la mortalidad. Trae el invierno los fríos; hay que protegerse; trae el estío los calores, hay que sudar. La destemplanza del clima pone a prueba nuestra salud; hay que enfermar. En determinado paraje nos salteará una fiera o un hombre más pernicioso que todas las fieras. Una cosa nos la quitará el agua, otra el fuego. No podemos cambiar esta condición de las cosas; lo que sí podemos es armarnos de un gran espíritu, digno del varón bueno, gracias al cual soportemos con entereza las cosas fortuitas y nos avengamos a la naturaleza. La naturaleza gobierna este mundo que ves mediante mudanzas; al cielo nublado sucede el cielo sereno; se alborota el mar después que estuvo en sosiego; soplan los vientos alternativamente; el día va en seguimiento de la noche; una parte del cielo amanece mientras anochece la otra; la perpetuidad de las cosas subsiste por la sucesión de sus contrarias. A esta ley se ha de conformar nuestra alma; sígala a ella; obedézcala a ella y piense que todo lo que acaece debía acaecer.
925. No hay nada mejor que padecer lo que no puedes enmendar y seguir, sin murmuración, los caminos de Dios, de quien proceden todas las cosas: mal soldado es el que sigue, gimoteando, a su caudillo. Aceptemos, pues, con decisión y alacridad sus mandatos y no abandonemos el curso de esta obra hermosísima, en la cual están vinculados todos y cada uno de nuestros sufrimientos; y hablemos a Júpiter, cuyo timón rige esta nave gigantesca del mundo, con aquellos versos tan gráficos de nuestro Cleantes, que el ejemplo de nuestro elocuentísimo Cicerón me autoriza para trasladar a nuestra lengua. Si te pluguiere, me lo agradecerás: si te desagradaren, sabrás que en ello yo seguí los pasos de Cicerón: “Condúceme, ¡oh padre, dominador del cielo soberano!, donde quiera te plazca; no hay tardanza en mi obediencia. Presente estoy y sin pereza. Sí no quisiere, te seguiré gimiendo; y si soy malo, padeceré haciendo aquello mismo que el bueno sufre de buen grado. A quien es dócil, llévanle los hados; los hados que arrastran al rebelde”.
Así vivamos; así hablemos; hállenos el hado preparados y diligentes. Esta es el alma grande que a él se entregó; y al revés, el alma degenerada y ruin pone resistencia, acusa el orden del universo y prefiere enmendar a los dioses antes que enmendarse a sí mismo. Ten salud.
Séneca. Cartas a Lucilio (traducción J.Bofill y Ferro, Iberia, Barcelona, 1955).
Immanuel Kant. Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785).
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio de toda la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción. Y así parece constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices.
Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar mucho su obra; pero, sin embargo, no tienen un valor interno absoluto, sino que siempre presuponen una buena voluntad que restringe la alta apreciación que solemos -con razón, por lo demás- tributarles y no nos permite considerarlas como absolutamente buenas. La mesura en las afecciones y pasiones, el dominio de sí mismo, la reflexión sobria, no son buenas solamente en muchos respectos, sino que hasta parecen constituir una parte del valor interior de la persona: sin embargo, están muy lejos de poder ser definidas como buenas sin restricción, aunque los antiguos las hayan apreciado así en absoluto. Pues sin los principios de una buena voluntad pueden llegar a ser harto malas; y la sangre fría de un malvado, no lo hace mucho más peligroso, sino mucho más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin eso pudiera ser considerado.
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aún cuando por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad –no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder–, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor.
Immanuel Kant. Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Austral, Madrid, 1980).
Jean-Jacques Rousseau. Del contrato social (1762).
Capítulo VIII. Del estado civil
Este paso del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, substituyendo en su conducta el instinto por la justicia, y dando a sus acciones la moralidad que les faltaba antes. Sólo entonces, cuando la voz del deber sucede al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre que hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve forzado a obrar por otros principios, y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque en ese estado se prive de muchas ventajas que tiene de la naturaleza gana otras tan grandes, sus facultades se ejercitan al desarrollarse, sus ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen, su alma toda entera se eleva a tal punto, que si los abusos de esta nueva condición no le degradaran con frecuencia por debajo de aquella de la que ha salido, debería bendecir continuamente el instante dichoso que le arrancó de ella para siempre y que hizo de un animal estúpido y limitado un ser inteligente y un hombre.
Reduzcamos todo este balance a términos fáciles de comparar. Lo que pierde el hombre por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le tienta y que puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo cuanto posee. Para no engafiarnos en estas compensaciones, hay que distinguir bien la libertad natural que no tiene por límites más que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general, y la posesión que no es más que el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad que no puede fundarse sino sobre un título positivo. Según lo precedente, podría añadirse a la adquisición del estado civil la libertad moral, la única que hace al hombre auténticamente dueño de sí; porque el impulso del simple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley.
Capítulo VI. Del pacto social
Supongo a los hombres llegados a ese punto en que los obstáculos que se oponen a su conservación en el estado de naturaleza superan con su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado. Entonces dicho estado primitivo no puede ya subsistir, y el género humano perecería sí no cambiara su manera de ser. Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar fuerzas nuevas, sino sólo unir y dirigir aquellas que existen, no han tenido para conservarse otro medio que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda superar la resistencia, ponerlas en
juego mediante un solo móvil y hacerlas obrar a coro. Esta suma de fuerzas no puede nacer más que del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo las comprometerá sin perjudicarse y sin descuidar los cuidados que a sí mismo se debe? Esta dificultad aplicada a mi tema, puede enunciarse en los siguientes términos: Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como antes. Tal es el problema fundamental al que da solución el contrato social.
Las cláusulas de este contrato están tan determinadas por la naturaleza del acto que la menor modificación las volvería vanas y de efecto nulo; de suerte que aunque quizás nunca hayan sido enunciadas formalmente, son por doquiera las mismas, por doquiera están admitidas tácitamente y reconocidas; hasta que, violado el pacto social, cada cual vuelve entonces a sus primeros derechos y recupera su libertad natural, perdiendo la libertad convencional por la que renunció a aquella. Estas cláusulas, bien entendidas, se reducen, todas a una sola, a saber, la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad: Porque, en primer lugar, al darse cada uno todo entero, la
condición es igual para todos, y siendo la condición igual para todos nadie tiene interés, en hacerla onerosa para los demás.
Además, por efectuarse la enajenación sin reserva, la unión es tan perfecta como puede serlo y ningún asociado tiene ya nada que reclamar: porque si quedasen algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiera fallar entre ellos y lo público, siendo cada cual su propio juez en algún punto, pronto pretendería serlo en todos, el estado de naturaleza subsistiría y la asociación se volvería necesariamente tiránica o vana. En suma, como dándose cada cual a todos no se da a nadie y como no hay ningún asociado sobre el que no se adquiera el mismo derecho que uno le otorga sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene. Por lo tanto, si se aparta del pacto social lo que no pertenece a su esencia, encontraremos que se reduce a los términos siguientes: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo.
En el mismo instante, en lugar de la persona particular de cada contratante, este acto de
asociación produce un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad.
Esta persona pública que se forma de este modo por la unión de todas las demás tomaba en otro tiempo el nombre de Ciudad, y toma ahora el de República o de cuerpo político, al cual sus miembros llaman Estado cuando es pasivo, Soberano cuando es activo, Poder al compararlo con otros semejantes. Respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de Pueblo, y en particular se llaman Ciudadanos como partícipes en la autoridad soberana, y Súbditos en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden con frecuencia y se toman unos por otros; basta con saber distinguirlos cuando se emplean en su total precisión.
Jean-Jacques Rousseau. Del contrato social o principios de derecho político (traducción de M.J. Villaverde, Tecnos, Madrid, 1992).
John Stuart Mill. Utilitarismo (1865).
De la sanción última del principio de utilidad
Sin embargo, esta base de sentimientos naturales potentes existe, y es ella la que, una vez que el principio de la felicidad general sea reconocido como criterio ético, constituirá la fuerza de la moralidad utilitarista. Esta base firme la constituyen los sentimientos sociales de la humanidad –el deseo de estar unidos con nuestros semejantes, que ya es un poderoso principio de la naturaleza humana y, afortunadamente, uno de los que tienden a robustecerse incluso sin que sea expresamente inculcado dada la influencia del progreso de la civilización. El estado social es a la vez tan natural, tan necesario y tan habitual para el hombre que, con excepción de algunas circunstancias poco comunes, o a causa del esfuerzo de una abstracción voluntaria, puede el ser humano concebirse a sí mismo más que como miembro de un colectivo. Sentimiento de asociación que se refuerza más y más, conforme la humanidad abandona el estado de independencia salvaje […]
Por consiguiente, todos los requisitos que son necesarios para la vida en sociedad se convierten cada vez más en un elemento indispensable de la idea que una persona se forma de la condición en la que nace, y que constituye el destino del ser humano. Ahora bien, las relaciones sociales entre los seres humanos, excluidas las que se dan entre amo y esclavo, son manifiestamente imposibles de acuerdo con ningún otro presupuesto que el de que sean consultados los intereses de todos. La sociedad entre iguales sólo es posible en el entendimiento de que los intereses de todos son considerados por igual […] De este modo a la gente se le hace imposible concebir que pueda darse una desconsideración total de los intereses de los demás. Sienten la necesidad de concebirse a ellos mismos, por lo menos, evitando las afrentas más groseras y (aunque sólo sea para protección propia) viviendo en un estado de continua denuncia de aquéllas. También están familiarizados con el hecho de cooperar con los demás y proponerse un interés colectivo, en lugar de individual, como fin de sus acciones (al menos, de momento). En la medida en que cooperan, sus fines se identifican con los de los demás. Se produce, al menos, un sentimiento provisional de que los intereses de los demás son sus propios intereses […]
El hombre llega, como por instinto, a ser consciente de sí mismo como un ser que, por supuesto, presta atención a los demás. Llega a resultarle el bien de los demás algo a lo que natural y necesariamente ha de atender, en igual medida que a las necesidades físicas de la existencia. Ahora bien, cualquiera que sea el grado de desarrollo de este sentimiento en una persona, se ve forzada por los más fuertes motivos, tanto el interés personal como la simpatía, a demostrarlo, e intentar con todas sus fuerzas promoverlo en los demás. E incluso si carece de este tipo de sentimiento por su parte, le interesará tanto como a los demás que los otros lo posean. En consecuencia, se aprovechan y cultivan los más leves indicios de este sentimiento mediante el contagio de la simpatía (sympathy) y la influencia de la educación, tejiéndose una red de asociaciones aprobatorias a su alrededor, mediante el uso de la poderosa agencia de las sanciones externas […]
En un estado de progreso del espíritu humano se da un constante incremento de las influencias que tienden a generar en todo individuo un sentimiento de unidad con todo el resto, sentimiento que, cuando es perfecto, hará que nunca se piense en, ni se desee, ninguna condición que beneficie a un individuo particularmente, si en ella no están incluidos los beneficios de los demás.
Aquellas personas en quienes el sentimiento social está en alguna medida desarrollado no pueden consentir en considerar al resto de sus semejantes como rivales suyos en la lucha por los medios para la felicidad, a los que tengan que desear ver derrotados a fin de poder alcanzar los objetivos propios […]
La doctrina utilitarista mantiene que la felicidad es deseable, y además la única cosa deseable, como fin, siendo todas las demás cosas sólo deseables en cuanto medios para tal fin. ¿Qué necesita esta doctrina, qué requisitos precisa cumplir la misma, para hacer que logre su pretensión de ser aceptada?
John Stuart Mill, Utilitarismo (traducción especial para el presente programa de la edición inglesa en la colección Great
Books of the Western World, Encyclopaedia Britannica, Chicago, 1951).
PROF. Mariela Cortes Robledo
4º MEDIO – 2º CICLO
Humberto Giannini. La experiencia moral (1992)
2. Nuestro tema específico es ahora el de la experiencia moral. Digamos por lo pronto que llamaremos “experiencia moral” a los significados de “bueno” y “malo” tal como se entienden en el espacio civil [...]
El sujeto sigue siendo, pues, el hombre en ese su modo habitual, sostenido de ser: nosotros mismos en nuestra re-iterada circulación por este “mundo de la vida”.
Hay un privilegio propio de ese espacio y que alcanza a la Ética, y sólo a ella, a tal punto de dejarla en virtud de ese don, por encima de cualquier otra disciplina sistemática, racionalmente organizada, en torno a un campo específico de intereses.
Vamos a suponer que estos rasgos generales de sistematicidad y de organicidad racionales propios de cualquier disciplina científica también los posee la Ética, disciplina cuyo interés específico consistiría en investigar “objetivamente” los principios [...] por los que una conducta luce cierta cualidad o, por el contrario, “denuncia” cierta deuda de ser determinada. En otras palabras: “lo bueno” y “lo malo” de las acciones por las que el ciudadano muestra su modo de habitar el mundo y de recoger su propio ser de él.
Supongamos por un momento la existencia de un saber objetivo acerca de la existencia humana. Esto equivaldría a afirmar que contamos con algunas pocas personas sabias y expertas en asuntos de vida, así como existen algunos pocos expertos en biología molecular u otros, en egiptología u otros [...] Pero esta hipótesis lleva a uno de los conflictos más crónicos e insolubles entre teoría y práctica, entre el ámbito de las razones especulativas y el de las convicciones operantes. Entre filosofía y vida.
Porque ocurre, en este punto, que el hombre común, que reverencia a veces hasta niveles desmedidos la autoridad de los sabios, de los expertos, apenas el conocimiento de éstos roza ciertos puntos neurálgicos de su propia realidad personal, entonces, dando un salto atrás, se pone en guardia contra “las razones”, por muy bien fundadas que sean, y contra “la observación rigurosa de los fenómenos” y no reconoce ventaja alguna al juicio científico respecto del valor de sus propias opiniones.
Una de las zonas “sensibles”, la más sensible, es la del saber moral, incluido ahí el político. Y preferimos seguir llamando a este saber “experiencia moral” a fin de presentarlo en una oposición visible al conocimiento distanciado de la Ética.
Es un hecho que en este territorio nadie estará dispuesto a renunciar a lo que su experiencia dictamine o a lo que “su vida le ha enseñado” como bueno o como malo, como justo o injusto, a despecho de cualquier “simple teoría”. Este es el reducto intransable de la experiencia [...]
Por el momento, plantearemos el conflicto de la siguiente manera: el campo propio de la Ética es la experiencia. Sin embargo, tal experiencia “no reside” en un sujeto que otro sujeto, el “sujeto científico”, pueda objetivar -“pues, entonces, no podríamos hablar de “experiencia”-. Reside, por el contrario, en una colectividad de sujetos morales; y estos sujetos no pueden perderse en el traspaso de la práctica a la teoría sin que se derrumbe ipso facto el sentido de la investigación. En otras palabras: no es posible que la Ética hable de cosas que de alguna manera pudieran pasar inadvertidas o ser inalcanzables para la experiencia común, como ocurre respecto de la generalidad de las otras ciencias; por el contrario, es a la Ética que le va su ser en que los hechos a los que apunta como sujeto de su investigación, sean hechos radicados en una realidad no determinados causal, directamente, por otros hechos externos. Le va su ser en que sean realmente “hechos subjetivos”.
Si miramos las cosas, ahora desde el otro lado de la contraposición: esa experiencia que aparecía tercamente irreductible al juicio distanciado de la ciencia, corresponde a un saber que no es simplemente uno más entre otros saberes posibles, sino ese saber preciso y único por el que el que [sic]el portador de la experiencia acredita su condición de sujeto inobjetable. De modo que, someter este saber a una decisión final del juicio docto, no representaría como en cualquier otro caso, un simple acto de humildad sino la renuncia a la condición de sujeto. Renuncia que tal experiencia intuye como degradante (mala) [...] En definitiva: como aquel individuo indiferenciado que soy; en mi calidad de empleado, de padre de familia, de ciudadano, soy también ese ser que no puede delegar en ningún otro ser humano ni divino aquel saber cualitativo que configura mi experiencia moral: aquel saber por el que constantemente estoy evaluando mis acciones y las del próximo.
Un saber que no puedo delegarlo. Sin embargo, se trata de un saber ganado en actos transitivos al interior de mi mundo. Y esto es lo que llamamos “experiencia moral”.
Humberto Giannini. La experiencia moral (Universitaria, Santiago de Chile, 1992).
P. F. Strawson. Libertad y Resentimiento (1962).
Consideremos, entonces, ocasiones de resentimiento: situaciones en las que una persona es ofendida o herida por la acción de otra y en las que, en ausencia de consideraciones especiales, puede esperarse de forma natural o normal que la persona ofendida sienta resentimiento. A continuación, consideremos qué géneros de consideraciones especiales cabría esperar bien que modificaran o aplacaran este sentimiento bien que lo eliminaran. No hace falta decir cuán diversas son estas consideraciones. Pero, para lo que persigo, creo que a grandes rasgos se las puede dividir en dos clases. Al primer grupo pertenecen todas aquellas que podrían dar lugar al empleo de expresiones como “No pretendía”, “No se había dado cuenta”, “No sabía”; y asimismo todas aquellas que podrían dar lugar al uso de la frase “No pudo evitarlo”, cuando éste se ve respaldado por frases como “Fue empujado”, “Tenía que hacerlo”, “Era la única forma”, “No le dejaron alternativa”, etc. Obviamente, estas diversas disculpas y los tipos de situaciones en que resultarían apropiadas difieren entre sí de formas chocantes e importantes. Pero para mi presente propósito tienen en común algo todavía mas importante. Ninguna de ellas invita a que suspendamos nuestras actitudes reactivas hacia el agente, ni en el momento de su acción, ni en general. No invitan en absoluto a considerar al agente alguien respecto del cual resultan inapropiadas estas actitudes. Invitan a considerar la ofensa como algo ante lo cual una de estas actitudes en particular resultaría inapropiada. No invitan a que veamos al agente más que como agente plenamente responsable. Invitan a que veamos la ofensa como cosa de la cual él no era plenamente, o ni siquiera en absoluto, responsable. No sugieren que el agente sea en forma alguna un objeto inapropiado de esa clase de demanda de buena voluntad o respeto que se refleja en nuestras actitudes reactivas. En lugar de ello, sugieren que el hecho de la ofensa no era incompatible en este caso con la satisfacción de la demanda; que el hecho de la ofensa era de todo punto consistente con que la actitud e intenciones fuesen precisamente las que habían de ser. Simplemente, el agente ignoraba el daño que estaba causando, o había perdido el equilibrio por haber sido empujado o, contra su voluntad, tenía que causar la ofensa por razones de fuerza mayor. El ofrecimiento por el agente de excusas semejantes y su aceptación por el afectado es algo que en modo alguno se opone a, o que queda fuera del contexto de las relaciones interpersonales ordinarias o de las manifestaciones de las actitudes reactivas habituales. Puesto que las cosas a veces se tuercen y las situaciones se complican, es un elemento esencial e integral de las transacciones que son la vida misma de estas relaciones.
El segundo grupo de consideraciones es muy diferente. Las dividiré en dos subgrupos de los que el primero es bastante menos importante que el segundo. En relación con el primer subgrupo podemos pensar en enunciados como “No era él mismo”, “Últimamente se ha encontrado bajo una gran presión”, “Actuaba bajo sugestión posthipnótica”. En relación con el segundo, podemos pensar en “Sólo es un niño”, “Es un esquizofrénico sin solución”, “Su mente ha sido sistemáticamente pervertida”, “Eso es un comportamiento puramente compulsivo de su parte”. Tales excusas, a diferencia de las del primer grupo general, invitan a suspender nuestras actitudes reactivas habituales hacia el agente, bien en el momento de su acción, bien siempre. Invitan a ver al agente mismo a una luz diferente de aquella a la que normalmente veríamos a quien ha actuado como él lo ha hecho. No me detendré en el primer subgrupo de casos. Aunque quizá susciten, a corto plazo, preguntas análogas a las que origine, a la larga, el segundo subgrupo, podemos dejarlas a un lado limitándonos tan sólo a la sugerente frase: “No era él mismo”-, y haciéndolo con la seriedad que, pese a su comicidad lógica, merece. No sentiremos resentimiento hacia la persona que es por la acción hecha por la persona que no es; o en todo caso sentiremos menos. Usualmente habremos de tratar con esa persona en circunstancias de tensión normal; por ello, cuando se comporta como lo hace en circunstancias de tensión anormal, no sentiremos lo mismo que habríamos sentido si hubiera actuado así en circunstancias de tensión normal.
El segundo y más importante subgrupo de casos permite que las circunstancias sean normales, pero nos presenta a un agente psicológicamente anormal o moralmente inmaduro. El agente era él mismo, pero se halla deformado o trastornado, era un neurótico o simplemente un niño. Cuando vemos a alguien a una luz así, todas nuestras actitudes reactivas tienden a modificarse profundamente.
Aquí he de moverme con dicotomías toscas e ignorar las siempre interesantes e iluminadoras variedades de cada caso. Lo que deseo comparar es la actitud (o gama de actitudes) de involucrarse en, o participar de, una relación humana, de una parte, con lo que podría denominarse la actitud (o gama) objetiva de actitudes hacia un ser humano diferente, de otra. Incluso en una misma situación, he de añadir, ninguna de ellas excluye las restantes; pero son, en un sentido profundo, opuestas entre sí.
La adopción de la actitud objetiva hacia otro ser humano consiste en verle, quizás, como un objeto de táctica social, como sujeto de lo que, en un sentido muy amplio, cabría llamar tratamiento; como algo que ciertamente hay que tener en cuenta, quizás tomando medidas preventivas; como alguien a quien haya quizá que evitar. Si bien esta perífrasis no es característica de los casos de actitud objetiva, la actitud objetiva puede hallarse emocionalmente matizada de múltiples formas, pero no de todas: puede incluir repulsión o miedo, piedad o incluso amor, aunque no todas las clases de amor. Sin embargo, no puede incluir la gama de actitudes y sentimientos reactivos que son propias del compromiso y la participación en relaciones humanas interpersonales con otros: no puede incluir el resentimiento, la gratitud, el perdón, la ira o el género de amor que dos adultos sienten a veces el uno por el otro. Si la actitud de usted hacia alguien es totalmente objetiva entonces, aunque pueda pugnar con él, no se tratará de una riña, y aunque le hable e incluso sean partes opuestas en una negociación, no razonará con él. A lo sumo, fingirá que está riñendo o razonando. Por lo tanto, ver a alguien como un ser deformado o trastornado o compulsivo en su comportamiento, o como peculiarmente desgraciado en las circunstancias en que se formó, es tender en alguna medida a situarle al margen de las actitudes reactivas de participación normal por parte de quien así le ve y, al menos en el mundo civilizado, a promover actitudes objetivas. Pero hay algo curioso que añadir a lo dicho. La actitud objetiva no es sólo algo en lo que naturalmente tendamos a caer en casos así, en donde las actitudes participativas se encuentran parcial o totalmente inhibidas por anormalidades o por falta de madurez. Es algo de lo que se dispone también como recurso en otros casos. Miramos con un ojo objetivo el comportamiento compulsivo del neurótico o la aburrida conducta de un niño pequeño, pensando en él como si fuese un tratamiento o un entrenamiento. Pero a veces podemos ver la conducta del sujeto normal y maduro con algo que difiere muy poco de ese mismo ojo. Tenemos este recurso y a veces lo empleamos: como refugio ante, digamos, las tensiones del compromiso, como ayuda táctica o simplemente por curiosidad intelectual. Siendo humanos, en una situación normal no podemos adoptar tal actitud por mucho tiempo o del todo. Si las tensiones del compromiso, por ejemplo, continúan siendo demasiado grandes, entonces hemos de hacer algo más: suspender la relación, por ejemplo. Pero lo que es interesante por encima de todo es la tensión que existe en nosotros entre la actitud participativa y la actitud objetiva. Se siente tentado uno a decir que entre nuestra humanidad y nuestra inteligencia. Pero decir esto sería desvirtuar ambas nociones.
Lo que he denominado actitudes reactivas de participación son esencialmente reacciones humanas naturales ante la buena o la mala voluntad o ante la indiferencia de los demás, conforme se ponen de manifiesto en sus actitudes y reacciones. La pregunta que hemos de hacernos es: ¿Qué efecto tendría, o habría de tener, sobre estas actitudes reactivas la aceptación de la verdad de una tesis general del determinismo? Más específicamente, ¿conduciría, o tendría que conducir, la aceptación de la verdad de la tesis al debilitamiento o al rechazo de tales actitudes? ¿Significaría, o tendría que significar, el fin de la gratitud, el resentimiento y el perdón, de todos los amores adultos recíprocos, de todos los antagonismos esencialmente personales?
P. F. Strawson, Libertad y Resentimiento (traducción de J.J. Acero, Paidós, Barcelona, 1995).
Platón. Gorgias o de la retórica (siglo IV AC).
SÓCRATES: Pues bien: si un hombre, sea un tirano, sea un orador, hace que muera alguien, que se le arroje de una ciudad o se le confisquen los bienes, en la creencia de que ellos es para él ventajoso, aunque sea lo contrario, ese hombre hace sin duda lo que le parece bien, ¿no es eso?
POLO: Sí.
SÓCRATES: ¿Y también lo que quiere si ello es perjudicial? ¿Por qué no respondes?
POLO: Me parece que no hace lo que quiere.
SÓCRATES: ¿Puede, pues, afirmarse de alguna manera que tal hombre goza de gran poder en la ciudad, si gozar de gran poder es un bien, de acuerdo con lo convenido?
POLO: No puede afirmarse en modo alguno.
SÓCRATES: Yo tenía, pues, razón cuando decía que es posible que un hombre que hace en una ciudad todo lo que le parece bien, no tenga un gran poder ni haga lo que quiere.
POLO: Hablas como si tú, Sócrates, fueras capaz de no aceptar la facultad de hacer en la ciudad lo que te pareciera bien, en lugar de otra cosa, y de no envidiar a quien ves condenando a muerte, desposeyendo de bienes o haciendo apresar a quien le place.
SÓCRATES: ¿Justamente o injustamente? ¿Cómo dices?
POLO: Obre como obre, ¿no es en ambos casos digno de envidia?
SÓCRATES: Cuidado con lo que dices, Polo.
POLO: ¿Por qué?
SÓCRATES: Ni debemos envidiar a aquellos cuya suerte no es envidiable, ni a los desgraciados, sino compadecerlos.
POLO: ¡Cómo! Pero ¿es que se encuentran en esas circunstancias los hombres a quienes me refiero?
SÓCRATES: ¿Pues cómo no?
POLO: Todo el que consigue la muerte de quien le place, haciéndolo justamente, ¿te parece desgraciado y digno de compasión?
SÓCRATES: No me parece eso, pero tampoco digno de envidia.
POLO: ¿No decías ahora mismo que es un desgraciado?
SÓCRATES: El que logra la muerte de alguien injustamente, amigo mío, yo lo encuentro además digno de compasión; en cuanto al que hace eso mismo justamente; no le envidio.
POLO: El que sufre una muerte injusta sí que es digno de lástima y desgraciado.
SÓCRATES: Menos que el causante de esa muerte, amigo Polo, y menos que el que sufre una muerte justa.
POLO: ¿Cómo, pues, Sócrates?
SÓCRATES: Porque cometer una injusticia es el mayor de todos los males.
POLO: ¿Es el mayor de todos los males? ¿No es un mal más grande ser víctima de una injusticia?
SÓCRATES: De ningún modo.
POLO: ¿Preferirías tú sufrir una injusticia a cometerla?
SÓCRATES: No deseo lo uno ni lo otro; pero si fuese forzoso cometerla o sufrirla, yo preferiría sufrirla a cometerla.
POLO: Entonces, ¿no aceptarías tú el ejercicio de la tiranía?
SÓCRATES: No, si das a esa palabra el mismo sentido que yo.
Platón. Gorgias o de la retórica (Andrés Bello, Santiago de Chile, 1982).
Aristóteles. Ética a Nicómaco (siglo IV AC).
El fin del hombre es la felicidad
Volvamos ahora a nuestra primera afirmación; y puesto que todo conocimiento y toda resolución de nuestro espíritu tienen necesariamente en cuenta un bien de cierta especie, expliquemos cuál es el bien que en nuestra opinión es objeto de la política, y por consiguiente el bien supremo que podemos conseguir en todos los actos de nuestra vida. La palabra que la designa es aceptada por todo el mundo, el vulgo, como las personas ilustradas llaman a este bien supremo felicidad, y, según esta opinión común, vivir bien, obrar bien es sinónimo de ser dichoso. Pero en lo que se dividen las opiniones es sobre la naturaleza y la esencia de la felicidad, y en ese punto el vulgo está muy lejos de estar de acuerdo con los sabios. Unos los colocan en las cosas visibles y que resaltan a los ojos, como el placer, la riqueza, los honores; mientras que otros la colocan en otra parte. Añadid a esto que la opinión de un mismo individuo varía muchas veces sobre este punto; enfermo, cree que es la salud; si es pobre, la riqueza; o bien cuando uno tiene conciencia de su ignorancia, se limita a admirar a los que hablan de la felicidad en términos pomposos, y se trazan de ella una imagen superior a la que aquel se había formado. A veces se ha creído, que por encima de todos estos bienes particulares existe otro bien en sí, que es la causa única de que todas estas cosas secundarias sean igualmente bienes.
Libro I. Capítulo 4. Teoría del Bien y la Felicidad.
La felicidad humana en la vida intelectual
Nos queda hablar de la felicidad [...] pues la suponemos como fin de las acciones humanas. Ella hay que suponerla en una cierta actividad [...] La vida feliz parece ser la vida conforme a la virtud; pero esta es una vida de serio esfuerzo y no de diversión. Y llamamos mejores a las cosas serias que a las alegres y divertidas, y más seria la actividad, sea del hombre o sea de la parte que es siempre mejor en él, ahora bien, lo que proviene de lo mejor ya es superior y más apto para producir felicidad.
(Libro X, 6, 1176-7).
Y si la felicidad es actividad conforme a virtud, es racional que sea conforme a la verdad más excelente [...] Ahora bien, si la actividad del intelecto parece sobresalir por seriedad, siendo contemplativa, y no tender hacia ningún fin exterior a sí misma, y tener placer suyo propio que aumenta su actividad, y bastarse a sí misma, y ser estudiosa, infatigable por todo lo que es dado al hombre (y todo lo que se atribuye al bienaventurado parece encontrarse en esta actividad); entonces la perfecta actividad del hombre será ésta, cuando logre la perfecta duración de la vida [...] Pero semejante vida será superior a la humana, pues el hombre no la vivirá como hombre, sino en tanto algo divino se halla presente en él […]
Ahora no es necesario, como algunos predican, que el hombre por ser tal, conciba solamente cosas humanas, y, como mortal, únicamente cosas mortales, sino que en la medida de lo posible se haga inmortal, y haga todo lo posible para lograr de acuerdo a lo que hay de más excelente en él: pues si como masa es una cosa pequeña, por potencia y dignidad supera en mucho a todos. Y antes bien, puede parecer que cada uno consista en esta parte, si ella es dominadora y más sobresaliente en él [...] En efecto, lo que a cada uno le es propio por naturaleza, es también para cada uno, la mejor y más dulce cosa. Luego para el hombre es tal la vida conforme al intelecto, pues éste es sobre todo, lo que constituye al hombre. Por eso, esta es la vida más feliz.
Libro X. Capítulo 7.
El bien y la virtud
Si es así [...] y cada cosa es conducida a la perfección siguiendo la virtud que le es propia [...] parece que el bien propio del hombre es la actividad espiritual de acuerdo a la virtud; y si las virtudes son más de una , de acuerdo a la óptima y más perfecta [...] A los amantes del bien les placen las cosas que por naturaleza son placenteras. Y tales son las acciones conforme a la virtud [...] Por lo tanto, su vida no necesita del placer como de un adorno, sino que tiene el placer en sí misma.
(Libro I, 8, 1098).
Pertenecerá, entonces, el bien buscado al hombre feliz, y él será tal durante toda su vida, porque siempre o sobre todo obrará y pensará de modo conforme a la virtud, y soportará muy bien las vicisitudes de la fortuna, y en todo y por todo como conviene [...] no por insensibilidad, sino por generosidad y grandeza de ánimo. Y si las acciones son las señoras de la vida, como decimos ninguno de los felices puede convertirse en miserable, porque nunca cometerá acciones odiosas y viles.
Libro I. Capítulo 11.
Aristóteles. Ética a Nicómaco (El Ateneo, Buenos Aires, 1957).
Platón. Critón o del deber, 43 d / 45 b (siglo IV AC).
CRITÓN. Pues bien no temas eso: no es mucho el dinero que algunos apetecen para disponer sacarte de aquí y salvarte. En segundo lugar, ¿no ves que es gente barata sicofantas y que en modo alguno se necesitaría mucha cantidad para cerrar sus bocas? A tu disposición tienes mi capital, que, según creo, bastará; ahora bien: si por algún miramiento hacia mí no crees oportuno que sea empleado, dispuestos están a gastar esos extranjeros que tenemos entre nosotros. Hay uno entre ellos, el tebano Simias, que incluso ha traído una suma de dinero suficiente para ese fin; resuelto está también Cebes y otros muchísimos. Por consiguiente, no temas eso, como antes te decía, y no desistas de salvarte; por otra parte, no veas aquella embarazosa situación de que hablaste ante el tribunal; que, saliendo de Atenas, no sabrías como vivir.
Piensa que te estimarán en muchos lugares adonde vayas, y, concretamente, si quieres ir a Tesalia, tengo allí muchos “huéspedes” que te tendrán en alta estima y te proporcionarán una estancia al abrigo de todo riesgo, de modo que ninguno de los habitantes de Tesalia, te hará daño. Por otra parte, Sócrates, ni siquiera me parece justo lo que estás llevando a cabo: entregar tu propia vida, cuando puedes salvarla. Y precisamente lo que tus enemigos pueden buscar diligentes y buscaron de hecho, -con la intención de perderte-, eso procuras afanosamente que te ocurra. Además de eso, yo creo que también estás traicionando a tus propios hijos, a los cuales abandonarás con tu marcha, cuando está a tu alcance el llevar hasta su término su educación y crianza, y, privados de tu ayuda, vivirán como buenamente puedan, y, como es natural, les tocará en suerte el género de vida que suelen tener los huérfanos. O no se debe tener hijos o, si se tienen, hay que sufrir con ellos todas las cargas de su crianza y educación. Más tú, a mi juicio, eliges el partido más fácil, cuando el que se debe seguir, máxime si se trata de un hombre que anda diciendo que a través de toda su vida se ha guiado por la virtud, es el que abrazaría un hombre de bien[...]
[...] Procura, por tanto, evitar, amigo Sócrates, junto con la muerte, la vergüenza que todo eso acarrearía a ti y a nosotros. Decide, pues... Pero más bien puede decirse que no es ya tiempo de decidir, sino de tener tomada la decisión. Y la resolución que tomes no admite ya rectificación, pues en próxima ha de estar hecho todo eso. Y si nos retrasamos algo, ya no será posible llevarlo a cabo. Es, pues, Sócrates; hazme caso sin reservas y no obres de otro modo que como te he dicho.
SÓCRATES.Estimable celo el tuyo, Critón, de contar con la compañía de cierta rectitud razonadora. En caso contrario, cuanto mayor, tanto más impertinente. Lo que hemos de hacer, pues, es reflexionar si debemos llevar a cabo lo que dices o no; porque yo, no solo ahora, sino siempre, he sido un hombre dispuesto a obedecer, entre todo lo que se me alcanza, a la razón que en mis meditaciones se me muestra la mejor [...]
[...] Pues bien: ¿cómo resolveremos la cuestión del modo más conveniente? Creo que, en primer lugar, debemos volver a examinar la sugerencia que haces acerca de las opiniones. ¿Ha estado siempre bien dicho que debemos tomar en consideración ciertas opiniones y otras no, o no lo ha estado? ¿Tal vez estaba bien dicho antes que yo me viese en trance de muerte, y ahora, contrariamente, se ha visto del todo claro que eran vanas palabras hablar por hablar, especie de infantil pasatiempo y frívola cháchara? De corazón deseo, Critón, examinar juntamente contigo si esas palabras debo verlas de otro modo, por encontrarme en esta situación, o del mismo, y si habremos de mandarlas a paseo o prestarles obediencia. Sobre poco más o menos, los que se tienen por personas de palabra sensata solían decir lo que yo manifestaba ahora: que de las opiniones que tienen los hombres, unas deben ser muy estimadas y otras nada. Por los dioses, Critón: ¿no te parece bien dicho esto? Tú, al menos, según lo que puede humanamente conjeturarse, estás lejos de tener que morir mañana, y, siendo así, no debe inducirte a error la coyuntura presente; dime pues: ¿no te parece que es con toda razón como se dice que no debemos estimar las opiniones todas de los hombres, sino unas sí y otras no; ni las de todos, sino las de unos sí y las de otros no? ¿Qué dices? ¿No está bien dicho esto?
Platón. Critón o del deber (El Ateneo, Buenos Aires, 1957).
Immanuel Kant. “¿Qué es ilustración?” (1784).
La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración.
La pereza y la cobardía son las causas de que una gran parte de los hombres permanezca, gustosamente, en minoría de edad a lo largo de la vida, a pesar de que hace ya tiempo la naturaleza los liberó de dirección ajena [...]; y por eso es tan fácil para otros el erigirse en sus tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etc., entonces no necesito esforzarme.
Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar; otros asumirán por mí tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan bondadosamente han tomado sobre sí la tarea de supervisión se encargan ya de que el paso hacia la mayoría de edad, además de ser difícil, sea considerado peligroso por la gran mayoría de los hombres (y entre ellos todo el bello sexo). Después de haber entontecido a sus animales domésticos, y procurar cuidadosamente que estas pacíficas criaturas no puedan atreverse a dar un paso sin las andaderas en que han sido encerrados, les muestran el peligro que les amenaza si intentan caminar solos. Lo cierto es que este peligro no es tan grande, pues ellos aprenderían a caminar solos después de unas cuantas caídas; sin embargo, un ejemplo de tal naturaleza les asusta y, por lo general, les hace desistir de todo posterior intento.
Por tanto, es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad, casi convertida ya en naturaleza suya. Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz de valerse de su propio entendimiento, porque nunca se le ha dejado hacer dicho ensayo. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional -o más bien abuso- de sus dotes naturales, son los grilletes de una permanente minoría de edad. Quien se desprendiera de ellos apenas daría un salto inseguro para salvar la más pequeña zanja, porque no está habituado a tales movimientos libres. Por eso, pocos son los que, por esfuerzo del propio espíritu, han conseguido salir de esa minoría de edad, y
proseguir, sin embargo, con paso seguro.
Immanuel Kant. “¿Qué es ilustración?”. En J.B. Erhard y otros. ¿Qué es ilustración?
(edición y traducción de Agapito
Maestre, Tecnos, Madrid, 1988).
Jean Paul Sartre. El Existencialismo es un Humanismo (1946).
Así el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia. Y cuando decimos que el hombre es responsable de si mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres. Hay dos sentidos de la palabra subjetivismo y nuestros adversarios juegan con los sentidos. Subjetivismo, por una parte, quiere decir elección del sujeto individual por si mismo, y por otra, imposibilidad del hombre de sobrepasar la subjetividad humana. El segundo sentido es el sentido profundo del existencialismo. Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres. En efecto no ya ninguno de nuestros actos que al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser.
Elegir ser esto o aquello, es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos. Si, por otra parte, la existencia precede a la esencia y nosotros quisiéramos existir al mismo tiempo que modelamos nuestra imagen, esta imagen es valedera para todos y para nuestra época entera. Así, nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer, porque compromete a la humanidad entera […] No es únicamente porque estos seres son flojos, débiles, cobardes o malos porque si, como Zola, declaráramos que son así por herencia, por la acción del determinismo orgánico o psicológico, la gente se sentiría segura y diría: bueno, somos así, y nadie puede hacer nada, pero el existencialista, cuando describe a un cobarde es responsable de su cobardía. No lo es porque tenga un corazón, un pulmón o un cerebro cobarde; no lo es debido a una organización fisiológica, sino que lo es porque se ha construido como hombre cobarde por sus actos. No hay temperamento cobarde; hay temperamentos nerviosos, hay sangre floja, como dicen, o temperamentos ricos; pero el hombre que tiene una sangre floja no por eso es cobarde, porque lo que hace la cobardía es el acto de renunciar o de ceder; un temperamento no es un acto; el cobarde está definido a partir del acto que realiza. Lo que la gente siente oscuramente y le causa horror es que el cobarde que nosotros presentamos es culpable de ser cobarde. Lo que la gente quiere es que nazca cobarde o héroe. Uno de los reproches que se hace a menudo a Caminos de la libertad se formula así: pero en fin, de esta gente que es tan floja, ¿cómo hará usted héroes? Esta objeción hace más bien reír, porque supone que uno nace héroe. Y en el fondo es esto lo que la gente quiere pensar: si se nace cobarde se está perfectamente tranquilo, no hay nada que hacer, se será cobarde toda la vida, hágase lo que se haga; si se nace héroe, también se estará perfectamente tranquilo, se será héroe toda la vida, se beberá como héroe, se comerá como héroe. Lo que dice el existencialismo es que el cobarde se hace cobarde, el héroe se hace héroe; hay siempre para el cobarde una posibilidad de no ser más cobarde y para el héroe la de dejar de ser héroe. Lo que importa es el compromiso total.
Jean Paul Sartre. El existencialismo es un humanismo (Sur, Buenos Aires, 1975).
Séneca. Cartas a Lucilio (siglo I DC).
894. ¿Quién nos impide que digamos que la vida bienaventurada es el alma libre, derecha, intrépida y constante, situada fuera del alcance del miedo y de la codicia, cuyo bien único es la honestidad, cuyo mal único es la torpeza, para quien la vil muchedumbre de las otras cosas no puede quitar ni añadir nada a su bienaventuranza y que va y viene y se mueve en todos sentidos sin aumento ni mengua del soberano bien? Menester es que a la fuerza, quiera o no quiera, un hombre tan sólidamente cimentado, vaya acompañado de un júbilo continuo y una profunda alegría que mana de lo más entrañable de su ser, puesto que se complace en sus cosas y ninguna desea mayor que las acostumbradas. ¿Y por qué todo esto no le ha de compensar de los movimientos pequeños y frívolos y no perseverantes de su cuerpo? El día en que estuviere sujeto al placer, estará también sujeto al dolor. ¿No ves, por otra parte, bajo qué mala y perniciosa servidumbre ha de servir aquel a quien poseerán en dominio alterno los placeres y los dolores que son los más caprichosos e insolentes de los dueños? Hay, pues, que salir hacia la libertad. Y ésta ninguna otra cosa nos la proporciona sino el negligente desdén de la fortuna. Entonces brotará aquel bien inestimable, a saber, la tranquilidad del alma puesta en seguro, y la elevación y un gozo grande e inconmovible que resultará de la expulsión de toda suerte de terrores y del conocimiento de la verdad; y la afabilidad y expansión del espíritu; y en estas cosas se deleitará no como en cosas buenas, sino como en cosas emanadas de su propio bien.
895 V. Puesto que comencé a tratar este asunto con prolijidad, puedo añadir aún que el hombre feliz es aquel que, gracias a la razón, nada teme ni desea nada. Y por más que las piedras y los cuadrúpedos carezcan de temor y de tristeza, nadie dirá por eso que sean felices, porque no tienen conciencia de la felicidad.
924. Con esta compañía hay que vivir la vida. No puedes esquivar estas cosas, pero puedes despreciarlas; y las despreciarás si en ellas piensas a menudo y te anticipares a su llegada. No hay nadie que no se acerque animosamente a un mal para el cual se aparejó largo tiempo y hasta a las cosas más duras resiste si las premeditó; y al revés, al hombre desprevenido hasta las más livianas le espantan; y como novedad agrava todas las cosas, esta preocupación asidua hará que ningún infortunio te encuentre bisoño. “Los esclavos me han abandonado”. Sí: pero a otros les robaron, a otros les calumniaron, a otros les asesinaron, a otros les traicionaron, a otros les pisotearon, a otros les atacaron con veneno o con criminales persecuciones; todo lo que dijeres les acaeció a muchos, y aun en lo venidero les acaecerá. Muchos y variados son los tiros que se nos asestan; algunos ya se hincaron en nuestras carnes; zumban los otros y están a pique de llegar. No nos maravillemos de ninguna de aquellas cosas para las que nacimos y de las que nadie tiene derecho a quejarse porque para todos son iguales; iguales, dije, para todos, pues aun aquello de que alguno se escapa, puede alcanzarte.
Ley justa es no ciertamente aquella que se aplica a todos, sino la que se dio para todos. Impongamos la serenidad a nuestro espíritu y paguemos sin queja el tributo de la mortalidad. Trae el invierno los fríos; hay que protegerse; trae el estío los calores, hay que sudar. La destemplanza del clima pone a prueba nuestra salud; hay que enfermar. En determinado paraje nos salteará una fiera o un hombre más pernicioso que todas las fieras. Una cosa nos la quitará el agua, otra el fuego. No podemos cambiar esta condición de las cosas; lo que sí podemos es armarnos de un gran espíritu, digno del varón bueno, gracias al cual soportemos con entereza las cosas fortuitas y nos avengamos a la naturaleza. La naturaleza gobierna este mundo que ves mediante mudanzas; al cielo nublado sucede el cielo sereno; se alborota el mar después que estuvo en sosiego; soplan los vientos alternativamente; el día va en seguimiento de la noche; una parte del cielo amanece mientras anochece la otra; la perpetuidad de las cosas subsiste por la sucesión de sus contrarias. A esta ley se ha de conformar nuestra alma; sígala a ella; obedézcala a ella y piense que todo lo que acaece debía acaecer.
925. No hay nada mejor que padecer lo que no puedes enmendar y seguir, sin murmuración, los caminos de Dios, de quien proceden todas las cosas: mal soldado es el que sigue, gimoteando, a su caudillo. Aceptemos, pues, con decisión y alacridad sus mandatos y no abandonemos el curso de esta obra hermosísima, en la cual están vinculados todos y cada uno de nuestros sufrimientos; y hablemos a Júpiter, cuyo timón rige esta nave gigantesca del mundo, con aquellos versos tan gráficos de nuestro Cleantes, que el ejemplo de nuestro elocuentísimo Cicerón me autoriza para trasladar a nuestra lengua. Si te pluguiere, me lo agradecerás: si te desagradaren, sabrás que en ello yo seguí los pasos de Cicerón: “Condúceme, ¡oh padre, dominador del cielo soberano!, donde quiera te plazca; no hay tardanza en mi obediencia. Presente estoy y sin pereza. Sí no quisiere, te seguiré gimiendo; y si soy malo, padeceré haciendo aquello mismo que el bueno sufre de buen grado. A quien es dócil, llévanle los hados; los hados que arrastran al rebelde”.
Así vivamos; así hablemos; hállenos el hado preparados y diligentes. Esta es el alma grande que a él se entregó; y al revés, el alma degenerada y ruin pone resistencia, acusa el orden del universo y prefiere enmendar a los dioses antes que enmendarse a sí mismo. Ten salud.
Séneca. Cartas a Lucilio (traducción J.Bofill y Ferro, Iberia, Barcelona, 1955).
Immanuel Kant. Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785).
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio de toda la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción. Y así parece constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices.
Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar mucho su obra; pero, sin embargo, no tienen un valor interno absoluto, sino que siempre presuponen una buena voluntad que restringe la alta apreciación que solemos -con razón, por lo demás- tributarles y no nos permite considerarlas como absolutamente buenas. La mesura en las afecciones y pasiones, el dominio de sí mismo, la reflexión sobria, no son buenas solamente en muchos respectos, sino que hasta parecen constituir una parte del valor interior de la persona: sin embargo, están muy lejos de poder ser definidas como buenas sin restricción, aunque los antiguos las hayan apreciado así en absoluto. Pues sin los principios de una buena voluntad pueden llegar a ser harto malas; y la sangre fría de un malvado, no lo hace mucho más peligroso, sino mucho más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin eso pudiera ser considerado.
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aún cuando por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad –no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder–, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor.
Immanuel Kant. Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Austral, Madrid, 1980).
Jean-Jacques Rousseau. Del contrato social (1762).
Capítulo VIII. Del estado civil
Este paso del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, substituyendo en su conducta el instinto por la justicia, y dando a sus acciones la moralidad que les faltaba antes. Sólo entonces, cuando la voz del deber sucede al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre que hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve forzado a obrar por otros principios, y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque en ese estado se prive de muchas ventajas que tiene de la naturaleza gana otras tan grandes, sus facultades se ejercitan al desarrollarse, sus ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen, su alma toda entera se eleva a tal punto, que si los abusos de esta nueva condición no le degradaran con frecuencia por debajo de aquella de la que ha salido, debería bendecir continuamente el instante dichoso que le arrancó de ella para siempre y que hizo de un animal estúpido y limitado un ser inteligente y un hombre.
Reduzcamos todo este balance a términos fáciles de comparar. Lo que pierde el hombre por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le tienta y que puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo cuanto posee. Para no engafiarnos en estas compensaciones, hay que distinguir bien la libertad natural que no tiene por límites más que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general, y la posesión que no es más que el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad que no puede fundarse sino sobre un título positivo. Según lo precedente, podría añadirse a la adquisición del estado civil la libertad moral, la única que hace al hombre auténticamente dueño de sí; porque el impulso del simple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley.
Capítulo VI. Del pacto social
Supongo a los hombres llegados a ese punto en que los obstáculos que se oponen a su conservación en el estado de naturaleza superan con su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado. Entonces dicho estado primitivo no puede ya subsistir, y el género humano perecería sí no cambiara su manera de ser. Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar fuerzas nuevas, sino sólo unir y dirigir aquellas que existen, no han tenido para conservarse otro medio que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda superar la resistencia, ponerlas en
juego mediante un solo móvil y hacerlas obrar a coro. Esta suma de fuerzas no puede nacer más que del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo las comprometerá sin perjudicarse y sin descuidar los cuidados que a sí mismo se debe? Esta dificultad aplicada a mi tema, puede enunciarse en los siguientes términos: Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como antes. Tal es el problema fundamental al que da solución el contrato social.
Las cláusulas de este contrato están tan determinadas por la naturaleza del acto que la menor modificación las volvería vanas y de efecto nulo; de suerte que aunque quizás nunca hayan sido enunciadas formalmente, son por doquiera las mismas, por doquiera están admitidas tácitamente y reconocidas; hasta que, violado el pacto social, cada cual vuelve entonces a sus primeros derechos y recupera su libertad natural, perdiendo la libertad convencional por la que renunció a aquella. Estas cláusulas, bien entendidas, se reducen, todas a una sola, a saber, la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad: Porque, en primer lugar, al darse cada uno todo entero, la
condición es igual para todos, y siendo la condición igual para todos nadie tiene interés, en hacerla onerosa para los demás.
Además, por efectuarse la enajenación sin reserva, la unión es tan perfecta como puede serlo y ningún asociado tiene ya nada que reclamar: porque si quedasen algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiera fallar entre ellos y lo público, siendo cada cual su propio juez en algún punto, pronto pretendería serlo en todos, el estado de naturaleza subsistiría y la asociación se volvería necesariamente tiránica o vana. En suma, como dándose cada cual a todos no se da a nadie y como no hay ningún asociado sobre el que no se adquiera el mismo derecho que uno le otorga sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene. Por lo tanto, si se aparta del pacto social lo que no pertenece a su esencia, encontraremos que se reduce a los términos siguientes: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo.
En el mismo instante, en lugar de la persona particular de cada contratante, este acto de
asociación produce un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad.
Esta persona pública que se forma de este modo por la unión de todas las demás tomaba en otro tiempo el nombre de Ciudad, y toma ahora el de República o de cuerpo político, al cual sus miembros llaman Estado cuando es pasivo, Soberano cuando es activo, Poder al compararlo con otros semejantes. Respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de Pueblo, y en particular se llaman Ciudadanos como partícipes en la autoridad soberana, y Súbditos en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden con frecuencia y se toman unos por otros; basta con saber distinguirlos cuando se emplean en su total precisión.
Jean-Jacques Rousseau. Del contrato social o principios de derecho político (traducción de M.J. Villaverde, Tecnos, Madrid, 1992).
John Stuart Mill. Utilitarismo (1865).
De la sanción última del principio de utilidad
Sin embargo, esta base de sentimientos naturales potentes existe, y es ella la que, una vez que el principio de la felicidad general sea reconocido como criterio ético, constituirá la fuerza de la moralidad utilitarista. Esta base firme la constituyen los sentimientos sociales de la humanidad –el deseo de estar unidos con nuestros semejantes, que ya es un poderoso principio de la naturaleza humana y, afortunadamente, uno de los que tienden a robustecerse incluso sin que sea expresamente inculcado dada la influencia del progreso de la civilización. El estado social es a la vez tan natural, tan necesario y tan habitual para el hombre que, con excepción de algunas circunstancias poco comunes, o a causa del esfuerzo de una abstracción voluntaria, puede el ser humano concebirse a sí mismo más que como miembro de un colectivo. Sentimiento de asociación que se refuerza más y más, conforme la humanidad abandona el estado de independencia salvaje […]
Por consiguiente, todos los requisitos que son necesarios para la vida en sociedad se convierten cada vez más en un elemento indispensable de la idea que una persona se forma de la condición en la que nace, y que constituye el destino del ser humano. Ahora bien, las relaciones sociales entre los seres humanos, excluidas las que se dan entre amo y esclavo, son manifiestamente imposibles de acuerdo con ningún otro presupuesto que el de que sean consultados los intereses de todos. La sociedad entre iguales sólo es posible en el entendimiento de que los intereses de todos son considerados por igual […] De este modo a la gente se le hace imposible concebir que pueda darse una desconsideración total de los intereses de los demás. Sienten la necesidad de concebirse a ellos mismos, por lo menos, evitando las afrentas más groseras y (aunque sólo sea para protección propia) viviendo en un estado de continua denuncia de aquéllas. También están familiarizados con el hecho de cooperar con los demás y proponerse un interés colectivo, en lugar de individual, como fin de sus acciones (al menos, de momento). En la medida en que cooperan, sus fines se identifican con los de los demás. Se produce, al menos, un sentimiento provisional de que los intereses de los demás son sus propios intereses […]
El hombre llega, como por instinto, a ser consciente de sí mismo como un ser que, por supuesto, presta atención a los demás. Llega a resultarle el bien de los demás algo a lo que natural y necesariamente ha de atender, en igual medida que a las necesidades físicas de la existencia. Ahora bien, cualquiera que sea el grado de desarrollo de este sentimiento en una persona, se ve forzada por los más fuertes motivos, tanto el interés personal como la simpatía, a demostrarlo, e intentar con todas sus fuerzas promoverlo en los demás. E incluso si carece de este tipo de sentimiento por su parte, le interesará tanto como a los demás que los otros lo posean. En consecuencia, se aprovechan y cultivan los más leves indicios de este sentimiento mediante el contagio de la simpatía (sympathy) y la influencia de la educación, tejiéndose una red de asociaciones aprobatorias a su alrededor, mediante el uso de la poderosa agencia de las sanciones externas […]
En un estado de progreso del espíritu humano se da un constante incremento de las influencias que tienden a generar en todo individuo un sentimiento de unidad con todo el resto, sentimiento que, cuando es perfecto, hará que nunca se piense en, ni se desee, ninguna condición que beneficie a un individuo particularmente, si en ella no están incluidos los beneficios de los demás.
Aquellas personas en quienes el sentimiento social está en alguna medida desarrollado no pueden consentir en considerar al resto de sus semejantes como rivales suyos en la lucha por los medios para la felicidad, a los que tengan que desear ver derrotados a fin de poder alcanzar los objetivos propios […]
La doctrina utilitarista mantiene que la felicidad es deseable, y además la única cosa deseable, como fin, siendo todas las demás cosas sólo deseables en cuanto medios para tal fin. ¿Qué necesita esta doctrina, qué requisitos precisa cumplir la misma, para hacer que logre su pretensión de ser aceptada?
John Stuart Mill, Utilitarismo (traducción especial para el presente programa de la edición inglesa en la colección Great
Books of the Western World, Encyclopaedia Britannica, Chicago, 1951).
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